El intercambio

26 de noviembre de 2015

Juan Mpc
4 min readJun 24, 2021

I cannot help but wonder how many of us walk through our lives, day after day, feeling slightly broken and alone, surrounded all the time by others who feel exactly the same way.

– Patrick Rothfuss

Todo comienza cuando algo más ya comenzó. Mi nombre y mi historia no empiezan con mi nacimiento. Una historia no se acaba con la muerte ni con la despedida. Quedan los otros, los de antes, los que siguen, los de ahora.

– Brenda Lozano

Después de tomar un baño, Andrés salió en toalla a su habitación y se tendió sobre la cama. Permaneció así mucho tiempo, sin hacer ningún ruido, el único movimiento era el subir y bajar de su abdomen al respirar. Bruno, el golden retriever, le hacía compañía a un costado. ¿Qué le estará sucediendo?, debió pensar el perro al notar que su amo llevaba varios minutos inmóvil. Decidido a averiguar si se encontraba bien, se levantó y, sin pedir permiso, subió a la cama y posó la cabeza sobre su pecho desnudo. Él lo acarició unos segundos, pensativo.

— ¿Te has preguntado alguna vez cuánto existimos en las vidas de los otros?

Bruno inclinó la cabeza, como pidiéndole que elaborara su pregunta.

— Yo me pregunto si alguien piensa en mí cuando escucha alguna canción o cuando camina por alguna calle o cuando lee algún libro — sabía que era imposible obtener una respuesta de parte del perro, pero también sabía que era el único que comprendía sus pensamientos — . Me pregunto de cuántas historias he sido parte y lo he olvidado. Me pregunto si todavía existo en las mentes de las personas con las que ya no hablo. Me pregunto cuántas veces al día paso por la mente de alguien más.

Bruno soltó un pequeño gruñido.

— Ya sé, ya sé. Tú sí piensas en mí — sonrió y le frotó el cuello para que se tranquilizara. Entonces se irguió y miró por la ventana — . El día está muy bonito. ¿Quién quiere salir a pasear?

Hechizado por esas palabras, Bruno inmediatamente saltó al suelo, inquieto y con la lengua de fuera, dio una vuelta, se detuvo para mirarlo a los ojos, dio dos vueltas más, y corrió a la puerta de la casa.

— ¡Espérame! Tengo que vestirme.

Andrés disfrutaba pasear en el parque casi tanto como Bruno. Pasaban una o dos horas al día, jugando con la pelota o sentados bajo la sombra de un árbol. Andrés recurría a estos momentos de calma para pensar. Pensaba sobre cualquier cosa, sus ideas fluían libremente, eran un arroyo en lo alto de la montaña. Era el momento en el que podía dejarse dominar por un sentimiento de paz que no lograba conseguir de otra forma. El resto del día se veía obligado a construir una represa en torno a sus pensamientos, siempre líquidos, pero sin ser vertidos.

Sin embargo este día era diferente: en realidad no pensaba. Observaba a los niños jugar, sin poner realmente atención; miraba a las ardillas que se le acercaban como mendigos esperando recibir limosna, pero que se marchaban pronto, decepcionadas; sentía la brisa sobre su cara, anhelando una caricia real. Bruno se había dado por vencido al ver que su amo no tenía la intención de jugar ese día con él, por lo que siguió caminando, olfateando aquí y allá para informarse de eventos recientes. Andrés lo seguía como un autómata.

Se sentó sobre una banca. Bruno, obediente, se tendió a su lado. Había escogido ese sitio porque desde ahí podía ver, alejado unos metros a su derecha, uno de esos estantes que instalan en los parques y donde uno puede colocar o tomar libros que otras personas a su vez tomarían o dejarían. Un fabuloso intercambio anónimo.

Hacía algunas semanas había dejado una copia de una de sus novelas favoritas, El lobo estepario, en cuya primera página había escrito con su mejor letra un pasaje del libro:

Aquí tampoco encontré un hogar ni compañía, nada más que un asiento desde donde ver un escenario en el que gente extraña representaba papeles extraños.

Cada vez que pasaba por ahí, buscaba entre los libros para ver si alguien lo había tomado, pero, casi dos meses después, el libro seguía en su lugar. No sabía por qué exactamente, pero el hecho lo entristecía. Recomendarle tu libro favorito a otra persona es querer compartir tu mundo entero, pensaba Andrés. Quizá creía que la persona que tomara el libro estaría conectada con él de alguna forma. Pensaba que podría ser una excelente forma de encontrar a alguien, de hacer un nuevo amigo.

Después de un rato en el que nadie se acercó al estante, Andrés se dio por vencido, como siempre sucedía.

— Vámonos, Bruno — dijo, poniéndose de pie y asiendo la correa. Juntos volvieron lentamente a la casa.

Un sábado por la mañana, Andrés se despertó tras oír un ruido extraño que parecía venir de fuera. Era Bruno, que olfateaba enérgicamente por la hendidura debajo de la puerta que daba a la calle. Preocupado, Andrés la abrió, pero no había nadie cerca. Permaneció indeciso durante unos segundos con la mano sobre el pomo y, cuando empezó a cerrarla, miró abajo para asegurarse de que el tapete no quedara atorado como solía pasar. Entonces lo vio, su mismo ejemplar de El lobo estepario, tirado unos pasos más adelante.

Juntos, Andrés y Bruno bajaron del rellano. Andrés extendió la mano para tomar el libro. En la primera página, debajo de la frase que él había escrito, encontró una nueva línea que reconoció de la novela:

Todos estamos solos en cuerpo, pero nunca en alma.

Intrigado, volvió a levantar la vista, buscando a quien pudiera haberlo dejado ahí. En la otra acera, un joven lo miraba sonriendo.

— Qué lindo perro. ¿Cómo se llama?

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Juan Mpc

Soy entusiasta de muchas cosas, pero hábil en ninguna. En este espacio busco un lugar para vaciar mi mente de varios temas que la ocupan frecuentemente.